Pues el contrato funda la relación ética. Somos seres humanos, y como tales, dotados del poder de comunicación. A través del lenguaje en primer lugar, sin duda, pero también por medio de miles de otros signos comparables a la emisión de un mensaje, a su decodificación, recepción y comprensión por un tercero. La comunicación no verbal, gestual, las mímicas del rostro, las posturas del cuerpo, el tono de la voz, las inflexiones, el ritmo y la inflexión de la palabra, la sonrisa, transmiten la naturaleza de una relación. En el grado cero de la ética se halla la situación.
Primer grado: la presciencia del deseo del otro. ¿Qué desea? ¿Qué me dice? ¿Cuál es su voluntad? De ahí surge el cuidado necesario. Informarse del proyecto del tercero ante el cual me encuentro. Luego aclararle mi proyecto. Siempre a través de signos; el lenguaje, entre otros. Ese juego perpetuo de ida y vuelta entre las partes interesadas permite la escritura de un contrato. (pag 156)
La moral cristiana sostiene que hay que amar al prójimo como a sí mismo por amor a Dios. ¿Qué significa esa fórmula, si nos tomamos el trabajo de analizarla en su totalidad? En primer lugar, que el otro no es un fin, que no se lo ama al otro por sí mismo, porque sea él, sino como un medio para otra cosa, o sea, Dios. ¿El tercero? Un escalón para llegar a Dios. El otro no es amado por sí mismo, sino porque permite ante todo decirle al Creador que amamos a su criatura. Al amar al otro, es a Dios a quien amo: la práctica de la moral se resume en la oración. (pag 156)
¿En nombre de qué, de quién, podemos asumir el deber de amar al prójimo si es abominable? ¿Qué se puede alegar para convencer a la víctima de amar a su verdugo? ¿Que es una criatura de Dios, como yo, y las vías del Señor que lo conducen a hacer el mal son inescrutables? Esto vale para los que se consagran a las pamplinas cristianas, pero ¿y para los demás, los que viven inmunes a esas fábulas? ¿Qué extraña perversión podría, pues, conducir a este mandato inaudito: amar al autor del suplicio que nos destruye? Auschwitz muestra los límites de esa ética: interesante sobre el papel, pero inútil para la vida. (pag 159)
A esa moral para los dioses, como tal prohibida a los hombres, opongo una ética aristocrática y selectiva. No se trata de buscar la santidad, sino la sabiduría. (pag 159)
me inclino por una geometría de círculos éticos que, partiendo de un punto central y focal, Yo —siendo cada uno el centro de su dispositivo—, organiza a su alrededor, y de manera concéntrica, la ubicación de cada uno en función de las razones para mantener o no con el otro una relación de proximidad. No existe ningún lugar definitivo, cada situación en ese espacio fluye o se deriva de lo que se dice, hace, muestra, demuestra y se da como señal de la calidad de la relación. Como no hay Amistad, sino demostraciones de amistad, no hay Amor, sino demostraciones de amor, no hay Odio, sino demostraciones de odio, etc., los hechos y gestos forman parte de una aritmética que permite deducir, según se puede constatar, la naturaleza de la relación: amistad, amor, ternura, camaradería o lo contrario… (pag 159)
Los dos movimientos son sencillos: elección y evicción. Fuerza centrífuga, fuerza centrípeta. Acercamiento hacia sí, expulsión en los bordes. Esta ética es dinámica, nunca se detiene, siempre está en movimiento, en permanente relación con el comportamiento del prójimo. Por lo tanto, el otro es garante de sus compromisos y responsable de su lugar en mi esquema ético. En la perspectiva hedonista, el deseo del placer del otro estimula el movimiento hacia sí; la estimulación del displacer del otro impulsa el movimiento contrario. (pag 159)
La acción —el pensamiento, las palabras y los actos— anima las dinámicas. Como la Amistad platónica no existe, sino solo sus encarnaciones, las demostraciones de amistad acercan y los testimonios de enemistad alejan. Y se puede pensar lo mismo sobre lo que constituye la sal de la vida: amor, afecto, ternura, dulzura, deferencia, delicadeza, indulgencia, magnanimidad, cortesía, entretenimiento, gentileza, civilidad, cordialidad, atención, buena educación, clemencia, devoción, y todo lo que incluye la palabra bondad. Esas virtudes crean la excelencia del vínculo: su falta desune y las transgresiones disgregan. (pag 161)
Agreguemos a todo ello que la ética es cosa de la vida cotidiana y de encarnaciones infinitesimales en el fino tejido de las relaciones humanas; no son ideas puras o conceptos etéreos. Consagra el reino del casi nada, del no sé qué, de lo casi mínimo y de lo anodino. Las unidades de medida morales surgen de lo imperceptible o de lo microscópico solo visible al ojo experto en variaciones atómicas. (pag 161)
El sufrimiento en la ética hedonista encarna el mal absoluto. Tanto el sufrimiento experimentado como el sufrimiento infligido, por supuesto. Por consiguiente, el bien absoluto coincide con el placer definido por la ausencia de perturbaciones, la serenidad adquirida, conquistada y mantenida, y la tranquilidad del alma y del espíritu. Ese juego conceptual puede parecer complejo, esa tensión mental da la impresión de ser radicalmente impracticable, ese cuidado constante del tercero, esa escena ética montada de forma permanente, ese teatro moral sin tregua, llevan a creer que se trata de una propuesta titánica, insostenible, y no más practicable que la moral judeocristiana de la santidad.
A todas luces, pero solo si falta al inicio el adiestramiento neuronal que permite integrar de forma refleja esa manera de actuar. Pues si una educación moral preexiste y los haces nerviosos funcionan de forma correcta, esa aritmética no exige demasiados esfuerzos. Por el contrario: la fluidez con que se practica produce incluso un gran regocijo. Pues se siente un placer real en ser ético y en practicar la moral, a causa de la demanda de recompensas del haz hedonista en la materia gris.
La aritmética de los placeres obliga al cuidado del otro: la definición del núcleo duro de la moral. Para sus adversarios, el hedonismo es el síntoma de la indigencia de nuestra época; individualismo, dicen —confundido más bien con el egoísmo: el primero afirma que solo hay individuos; el segundo, que no existe nadie más que él—, autismo, consumismo, narcisismo, indiferencia con respecto a los sufrimientos del prójimo y de toda la humanidad…
De hecho, el hedonismo defiende exactamente lo contrario. El placer nunca se justifica si el precio es el displacer del otro. Solo hay una justificación del displacer del otro: cuando no se puede hacer otra cosa para evitar el dominio destructor de la negatividad del tercero. En otras palabras, cuando la guerra se vuelve inevitable. El regocijo del otro induce el mío; el disgusto del otro causa el mío. (pag 164)
El otro me requiere ante la perspectiva de una relación exitosa capaz de causar mi satisfacción, tropismo antropológico y psicológico al que estamos condenados. Su placer es constitutivo del mío. Lo mismo pasa con su displacer. Los tratados de moral catequizan al Prójimo. Ahora bien, la moral, arte del detalle, triunfa en la encarnación modesta: una palabra, un gesto, una frase, una atención, ese es el lugar de la ética, y no la prédica laica de un filósofo que hace malabarismos con el Bien en sí o la Virtud en lo absoluto. (pag 167)
La cortesía proporciona la vía de acceso a las realizaciones morales. Como la pequeña puerta de un gran castillo, conduce directamente al otro. ¿Qué dice la cortesía? Le afirma al otro que lo hemos visto. Por lo tanto, que él es. Sostener una puerta, practicar el ritual de las fórmulas, llevar a cabo la lógica de los buenos modales, saber agradecer, acoger, dar, alentar la alegría necesaria en la comunidad mínima —dos—, en eso consiste realizar la ética, crear la moral y encarnar los valores. El saber vivir como un saber ser. (pag
La civilidad, la delicadeza, la dulzura, la cortesía, la urbanidad, el tacto, la deferencia, la discreción, la amabilidad, la generosidad, la dádiva, el gasto, la atención, son otras tantas variantes de la moral hedonista. El cálculo hedonista exige, al igual que el cálculo mental, la práctica regular capaz de producir la velocidad necesaria. Cuanto menos practiquemos la cortesía, más difícil se hace llevarla a cabo. Y al contrario, cuanto más nos dediquemos a ella, más eficiente será su funcionamiento. El hábito implica el adiestramiento neuronal. Fuera del campo ético, no hay más que un campo etológico. La descortesía caracteriza al salvajismo. Las civilizaciones más pobres, las más humildes, las más modestas, cuentan con reglas de cortesía. Solo las civilizaciones agrietadas, en vías de extinción, sometidas por otras más poderosas que ellas, practican la descortesía de modo cíclico. La fórmula de la cortesía con respecto al otro sexo define el erotismo. (pag 167)