Subió al auto, pensando que un paseo podría despejarle la cabeza. Sintonizando la radio, se cruzó con los violines agitados de la Danza Húngara N.º 5 de Brahms. «Simplemente sentí este rapto de emoción atravesarme. Fue tan intenso», recuerda Salimpoor. Se detuvo, aparcó junto a la acera y concedió concentración exclusiva al placer. Una vez que Brahms acabó por extinguirse, la euforia dio paso a la intriga. ¿Cómo demonios la mera variación de ondas de presión en el aire puede levantar de esa forma el estado de ánimo? ¿Cómo una particular secuencia de sonidos es capaz de conducirnos desde el subsuelo depresivo a una embriaguez que sotierra el pudor y nos lleva a cantar a voz en cuello en los semáforos? (pag 16)
En 1956, el filósofo y compositor Leonard Meyer recurrió a una vieja noción de la psicología según la cual las emociones se originan en la incapacidad de satisfacer deseos. Pensaba que lo mismo puede decirse del caso opuesto, y que encontramos en la música la máxima expresión de ello: el placer de obtener lo que anticipamos. (pag 19)
Para Meyer, el cerebro en forma inconsciente intenta predecir los patrones sonoros que entregan las canciones. Cuando acertamos, obtenemos una recompensa, cuyo punto culmine es la piel de gallina que podemos llegar a sentir con cierta combinación precisa de acordes. Un permanente juego de expectativas y logros. (pag 19)
En 2001, Zatorre empleó estas imágenes para demostrar que la música placentera activa el sistema límbico cerebral en aquellas áreas vinculadas a las recompensas, que podríamos llamar «eufóricas», como las que experimentamos con el sexo, las drogas y la buena mesa. En estos últimos casos, se sabía que el bienestar se explica por la liberación de dopamina, un neurotransmisor. Este dispendio molecular es una estrategia antigua, que explica que los animales busquen comida antes de sentir hambre, y es la culpable de esas tentaciones al pasar frente a una pastelería aromática. ¿Podía demostrarse que ocurría lo mismo con la música? (pag 19)
Bien podríamos emplear el Adagio para cuerdas de Samuel Barber, la obra más efectiva del test a nivel colectivo, si quisiéramos experimentar algo similar a la inhalación de una línea de cocaína, que la eleva en torno al 22%. Se demostró por primera vez que este neurotransmisor podía ser liberado por un mero estímulo estético. Algo complejo y abstracto, a diferencia de tangibles caricias amatorias o digeribles pastillas de anfetamina. Sin pudor por el sensacionalismo, NBC tituló la noticia «Para tu cerebro, la música es tan placentera como el sexo». (pag 22)
la dopamina no fue liberada solo en el clímax, sino también varios segundos antes, en la llamada «fase de anticipación». En palabras de Salimpoor, esto «sugiere que mientras escuchamos música por primera vez, estamos constantemente haciendo predicciones» (…) «Lo que hace a la música tan potente emocionalmente es la creación de expectativas». (…) «Podemos entender la música como una recompensa intelectual. Es esencialmente el reconocimiento de patrones, y esto es algo para lo que los seres humanos somos muy buenos». (pag 22)
Los autores transitan por un delicado equilibrio. Composiciones demasiado predecibles, como una melodía de cuna por ejemplo, son insuficientes para gatillar nuestro reflejo retributivo. Con aquellas demasiado descuadradas de nuestro rango de confort nos sentimos náufragos, como nos ocurre a la mayoría al enfrentarnos a la música atonal contemporánea. O como le ocurrió al público neoyorquino que en 1952 presenció la primera ejecución de 4′ 33″, de John Cage. El intérprete, David Tudor, cerró la tapa del teclado del piano para iniciar el «primer movimiento», y guardó sepulcral silencio hasta que lo dio por terminado, abriéndola de nuevo. Repitió la operación para el segundo y tercer «movimiento», si acaso podemos llamarlos así. Un total de cuatro minutos y treinta y tres segundos que demandan una montaña de creatividad para que cualquier conjunto neuronal reconozca patrones sonoros (pag 25)