Nietzsche, F. (1874) Segunda consideración intempestiva [Versión para lector digital]. ePubLibre
necesitamos la Historia para la vida y para la acción, no para apartarnos cómodamente de la vida y de la acción o para venerar la vida egoísta, la acción cobarde y malversada. Sólo serviremos a la Historia en tanto ella sirva a la vida; pero existe un modo de promover y valorar el estudio de la Historia que conduce al deterioro y a la degeneración de la vida
Para poder determinar ese grado y, con él, el límite a partir del cual lo pasado debe ser olvidado para no convertirse en el enterrador de lo presente, sería necesario conocer la fuerza plástica de cada humano, cada pueblo y cada cultura. Me refiero a aquella fuerza de crecer de sí mismo y de manera propia, de transformar lo pasado y lo desconocido y de incorporarlo, de sanar las heridas, recuperar lo perdido y recomponer desde sí mismo las formas quebrantadas. Hay hombres que carecen hasta tal punto de esta fuerza que se desangra
He aquí una ley universal: lo viviente sólo puede tornarse sano, fuerte y fértil dentro de un horizonte determinado; de ser incapaz de trazar un horizonte en derredor suyo o, por el contrario, de ser demasiado centrado en sí mismo para poder incorporar a la visión ajena una perspectiva propia, lo vivo languidece y se lanza, con indiferencia o con fervor, a su propio declive. La alegría, la buena conciencia, la acción entusiasmada, la confianza en lo venidero, todo ello depende, en cada cual tanto como en un pueblo, de la existencia de una línea que separa lo claro y visible de aquello que es oscuro y oculto a la vista. También depende de saber olvidar y recordar en el momento justo, de intuir con fuerte instinto cuándo es necesario sentir de manera histórica y cuándo no. He precisamente aquí la propuesta que el lector está invitado a considerar: tanto la perspectiva histórica como la no histórica son igualmente necesarias para preservar la salud de un individuo, de un pueblo o de una cultura.
causa de un pequeño rasguño, de una sola experiencia, de un solo dolor y, a menudo, de una sola e ínfima injusticia. Por otro lado, existen seres humanos a quienes ni los acaecimientos más salvajes y aterradores de la vida ni tampoco las hazañas de su propia malicia pueden inmutar, de suerte que, en medio de estos acontecimientos o poco tiempo después, logran alcanzar un ameno bienestar y hasta una especie de conciencia tranquila. Cuanto más fuerte sean las raíces de la naturaleza interior de un ser humano, tanto mayor es su capacidad de apropiarse o de subyugar el pasado. Si uno quisiese imaginar la naturaleza humana más poderosa e imperante, la reconocería por su facultad de desconocer los confines desde los cuales el sentido histórico surte sus efectos nocivos y parasitarios. En cambio, atraería y absorbería todo lo pasado y ajeno para transformarlo en sangre. Todo lo que tal naturaleza no logra vencer, lo olvida y no existe más
No obstante, este estado del espíritu —profundamente antihistórico— es la cuna, no sólo de la acción injusta, sino, sobre todo, de toda acción justa, dado que ningún artista ha de haber obtenido su obra, ningún general su victoria y ningún pueblo su libertad sin haberlo deseado y ambicionado previamente en tal condición no histórica. Aquel que actúa, en la expresión de Goethe, reniega de la conciencia, y también se halla desprovisto del conocimiento: olvida la mayoría de las cosas para estar en condiciones de realizar una. De esta manera, actúa injustamente respecto de lo que ha dejado atrás y sólo reconoce un derecho, el derecho de aquello que ha de ser ahora. Es por ello que todo ser que actúa ama su hazaña infinitamente más de lo merecido, y que las mejores hazañas surgen de un desborde de amor tal que, por invalorables que sean, no podrían ser sino indignas de este amor.