Rousseau, Jean-Jacques. Emilio o De la educación

Rousseau, J. (1762) Emilio o De la educación [Versión para lector digital]. ePubLibre

La experiencia nos muestra que mueren más niños criados con delicadeza que los otros. Mientras no sean rebasadas sus fuerzas, menos se arriesga con ejercitarlas que con no ponerlas a prueba. (56)

y le instruye en todo, menos en conocerse, menos en dar frutos propios y en saber vivir y labrar su felicidad. Por último, este niño esclavo y tirano a la vez, lleno de ciencia y carente de razón, flaco de cuerpo y de espíritu por igual, es puesto en contacto con el mundo, descubriendo su ineptitud, su soberbia y todos sus vicios, lo que hace que se compadezca la miseria y la perversidad humana. Es una equivocación, porque éste es el hombre de nuestros desvaríos, pero muy distinto al de la naturaleza. (59)

Si queréis que él guarde su forma original, conservadla desde el momento que viene al mundo. Tan pronto como nazca amparadle y no le soltéis hasta que sea hombre, o nunca lograréis nada. Así como la verdadera nodriza es la madre, el verdadero preceptor es el padre. Que ambos se pongan de acuerdo en el orden de sus funciones como en su sistema, y que pase el niño de las manos de ella a las de él. Será mejor educado por un padre con juicio y de limitados alcances que por el más hábil maestro del mundo, pues el celo suplirá mejor al talento que el talento al celo. (59)

Advertiré solamente, contra la opinión general, que el maestro debe ser joven y hasta el límite en que pueda ser un hombre de juicio. Desearía hasta que fuese un niño, si fuese posible; que pudiera ser un camarada suyo, y ganarse de esta forma su confianza, participando incluso en sus diversiones. Existe tal discrepancia entre la infancia y la edad madura, que jamás se logrará un afecto sólido a tanta distancia. Los niños, a veces, son complacientes con los viejos, pero jamás el cariño entra hacia ellos. (69)

La medicina está de moda entre nosotros, y tiene que ser así. Es el entretenimiento de las gentes ociosas y desocupadas, que, no sabiendo cómo emplear el tiempo, lo emplean en conservarse. Si hubieran tenido la desgracia de nacer inmortales, serían los más miserables de los seres: una vida que no tuvieran jamás miedo de perderla, tampoco tendría para ellos valor alguno. Esta gente necesita médicos que los amenacen para halagarles y que les den cada día el único placer que son capaces de apreciar: el de no estar muertos. (76)

La única parte útil de la medicina es la higiene; aunque la higiene no es una ciencia, sino una virtud. La templanza y el trabajo son los dos verdaderos médicos del hombre: el trabajo estimula su apetito, y la templanza le impide los abusos. (83)

He aquí mis razones por las que deseo que mi discípulo sea de constitución robusta y sana, y los principios para que se conserve de tal modo. No me entretendré en probar con detalle los beneficios que los trabajos manuales y los ejercicios reportan a la salud y al temperamento, lo cual nadie discute; las muestras de longevidad las ofrecen casi todos los hombres que han realizado más ejercicio y que mayores fatigas y afanes soportaron (83)

Nada de capillos, fajas ni pañales; las mantillas que sean fluctuantes y anchas, que dejen todos sus movimientos en libertad, y que no sean pesadas y le obstaculicen sus movimientos, ni tan calientes que le priven de las variaciones del aire[13]. Le gusta estar en una cuna grande, rellena de lana donde pueda realizar sus movimientos a su gusto y sin peligro. Cuando comience a fortalecerse, dejadle arrastrarse por la habitación; desarrollando y extendiendo sus tiernos miembros, nos daremos cuenta de cómo se van fortificando de día en día, y al establecer una comparación con otro niño del mismo tiempo y bien fajado, se quedará asombrado al observar la diferencia que existen en los adelantos de cada uno (96)

El ayo no realiza otra cosa que estudiar con este primer maestro, y evitar que sean estériles sus afanes. Vigila a la criatura, la observa, la sigue, acecha con diligencia el primer albor de su débil entendimiento, como al acercarse el primer cuarto de luna acechan los musulmanes el momento en que nace.

Nosotros nacemos capacitados para aprender, pero no sabiendo ni conociendo nada. El alma, encadenada en los órganos imperfectos y medio formados, ni siquiera tiene la conciencia de su propia existencia. Los movimientos, los gritos del niño recién nacido, vienen de los efectos mecánicos, los cuales están desprovistos de conocimiento y de voluntad. Supongamos que un niño al nacer tuviera la estatura de un hombre hecho, que sale, por decirlo así, completamente provisto de armas del seno de su madre, como Palas salió del cerebro de Júpiter; este hombre-niño sería un perfecto imbécil, un autómata, una estatua inmóvil y casi insensible; no vería nada, no entendería nada, no conocería a nadie, ni sabría volver los ojos hacia lo que necesitase ver; no solamente no se apercibiría de ningún objeto fuera de él, sino que tampoco reportaría ninguno al órgano del sentido que se lo hiciera distinguir; ni estarían los colores en sus ojos, ni los sonidos en sus oídos; no se hallarían sobre su cuerpo los cuerpos que tocase, ni tendría noción de que poseyera alguno; quedaría en su cerebro el contacto de sus manos, y en un solo punto quedarían reunidas todas sus sensaciones, las cuales únicamente tendrían existencia en el sensorio común; no tendría otra idea que la del Yo, a la que referiría todas sus sensaciones, y esta idea o modo de sentir sería lo único en que se diferenciaría de cualquier otro niño. (96)

Quiero que se habitúe a ver objetos nuevos, animales feos, repugnantes y extraños, pero paulatinamente y a alguna distancia, hasta que se acostumbre a ellos, y al ver que otros los tocan; también él los toca. Si en su infancia ha visto sin asustarse sapos, culebras y cangrejos, verá sin espantarse, cuando sea mayor, cualquier otro animal, ya que no hay seres que causen horror al que los ve todos los días.

Los niños tienen miedo de las máscaras. Yo comienzo por mostrar a Emilio una máscara de una figura agradable; luego se la pongo delante de la cara —me echo a reír, todo el mundo se ríe—, y el niño se ríe lo mismo que los demás. Despacio le acostumbro con caretas más feas, y por último con figuras horribles. Si he seguido bien la graduación, lejos de que le asuste la última, se reirá como con la primera; por consiguiente no temo que le intimiden las máscaras. (103)