Garcés, M. (2009) Abrir los posibles: Los desafíos de una política cultural hoy. En: [http://www.musacvirtual.es/todapracticaeslocal/wp-content/uploads/2010/03/abrir-los-posibles-marina-garces-cast.pdf] (ensayo)
Más allá de la gestión cultural, pública o privada, que administra bienes y productos considerados culturales, es necesario plantear una verdadera relación entre política y cultura. Esto significa, a mi  entender,  hacer  posible  la  expresión  autónoma  a  través  de  la  cual  una  sociedad  puede pensarse a sí misma. La cultura no es un producto a vender ni un patrimonio a defender. Es una actividad  viva,  plural  y  conflictiva  con  la  que  hombres  y  mujeres  damos  sentido  al  mundo  que
compartimos y nos implicamos en él. Por eso una política cultural hoy sólo puede apuntar hacia la necesidad de “desapropiar la cultura” para hacer posible otra experiencia del nosotros. Éste es hoy  el  desafío.  Atreverse  a  asumirlo  pasará,  necesariamente,  por  ir  más  allá  de  tres  lugares comunes que codifican el ámbito de lo cultural: 1) más allá de la tiranía de la visibilidad, 2) más allá de la trampa de la actividad y 3) más allá de la idea misma de cultura. (pag 1)
Participar, como en el ejercicio del voto, es ser contado sin contar para nadie. Es ser convocado sin poder convocar. Aunque el ámbito de lo cultural ya no sea hoy pasivo ni homogeneizador, como en la sociedad de masas, sigue siendo un campo de posibles cerrado. Tiene infinitas opciones, pero las reglas de juego están claramente establecidas. En él hay lugar para todos, pero cada uno tiene su lugar. Una experiencia despolitizada de la libertad y de la participación es aquella en la que las opciones no posicionan y las representaciones del mundo no se discuten sino que se consumen. No hay posiciones sino segmentos de mercado y perfiles de público.( pag 2)
El problema para el propio ámbito de la cultura es que esta dinámica funciona, pero no es creíble. Es lo mismo ocurre que con el sistema de partidos. Sigue funcionando pero nadie cree en él. Así como votamos a un partido o a otro, o nos quedamos en casa sin ir a votar, de la misma forma vamos al cine o al teatro, incluso nos emocionamos o nos desvivimos por una propuesta musical determinada. Tenemos nuestros autores preferidos, cursamos un máster tras otro, nos apuntamos a ciclos de conferencias, estamos al día de las últimas novedades, editamos nuestros propios vídeos, nuestras propias revistas… Pero no nos va nada en ello. No nos está pasando nada, no nos estamos jugando nada. ¿Por qué? ¿Por qué tanta actividad en la que no pasa nada? (pag 2)
Hay  un  rumor  que  busca  otras  cosas,  que  intenta  hablar  de  otra  manera,  que  murmura  otros lenguajes. Es el sonido de una voz que no quiere participar sino implicarse en lo que vive, en lo que crea, en lo que sabe, en lo que desea. Para esta voz, anónima y plural, la cultura no es un instrumento sino una necesidad. Para esta voz, no se trata de instrumentalizar la cultura sino de usarla. La cultura no es un producto o un patrimonio. Es la actividad significativa de una sociedad capaz de pensarse a sí misma. Esto es en lo que sí podemos creer: en la posibilidad abierta de
pensarnos con los otros. (pag 3)
Desapropiar la cultura no significa ponerla fuera del sistema económico ni mucho menos defender una idea purista de cultura, un idealismo opuesto a cualquier tipo de materialidad. Todo lo contrario: desapropiar la cultura significa arrancarla de sus “lugares propios”, que la aíslan, la codifican y la despolitizan, para implicarla de lleno en la realidad en la que está inscrita. Por un lado, se trata de desapropiarla del sistema de marcas que la patentan, que la identifican y que le asignan un valor que le es ajeno. Son marcas corporativas, pero también autores-marca y países, naciones o ciudades-marca. Por otro lado, se trata también de arrancarla de una determinada distribución de disciplinas (música, teatro, literatura, educación, etc), roles (creador, productor, crítico, espectador, etc), relaciones (autor, propietario, consumidor, etc) y lugares (escena, aula, librería, etc) que dibujan el mapa de que reconocemos como ámbito de lo cultural y que nos permite ubicarnos en él. No basta con fusionar, con mezclar disciplinas, con intercambiar roles. Ni siquiera basta con activar al espectador-consumidor-ciudadano o con proponer nuevas definiciones del trabajador cualificado como la de “clase creativa” .
Desapropiar la cultura es devolver a la idea de creación su verdadera fuerza. Crear no es producir. Es ir más allá de lo que somos, de lo que sabemos, de lo que vemos. Crear es exponerse. Crear es abrir los posibles. En este sentido, la creación depende de una confianza en lo común. No es necesariamente colectiva, y muchas veces depende de riesgos asumidos en solitario. Pero toda creación apela a un nosotros aún no disponible y a la vez existente. (pag 3)
No hay nada puramente estético en la creación. Es una condición política del ser humano en tanto que define y decide su vida con otros. Una política cultural verdadera debe contribuir a devolvernos esta facultad. Por eso una política cultural verdadera debe hoy poner en cuestión la idea misma que tenemos de la cultura y sus formas de representación. (pag 4)
1) Más allá de la tiranía de la visibilidad.
La cultura define, antes que nada, un espacio de visibilidad. Establece qué nombres propios y qué propuestas están o cuentan. Es decir, determina quiénes son los interlocutores válidos a través de los perfiles, expectativas y criterios de evaluación que permiten acceder a la visibilidad. Todo lo demás es condenado a no existir. La visibilidad que hoy cuenta, por tanto, no es sólo mediática. Es institucional. Ser artista es hoy ganar concursos y solicitudes que le acrediten a uno como tal. Ser arquitecto es ganar concursos. Ser investigador es ganar las convocatorias de investigación del Ministerio o de cualquier otra entidad que se atribuye el rol de otorgar esa condición a quienes aspiran a ella. Los ejemplos serían innumerables y las anécdotas podrían no tener fin. (pag 4)
“Como decíamos, abrir los posibles no es yuxtaponer diferencias sino asumir que no todo lo que está se ve y que no todos aquellos con quienes contamos pueden ser contados. Que no podemos verlo todo, ni queremos hacerlo. Que es importante el saber, pero más aún lo que no sabemos. Que renunciamos al control, a la identificación, a la claridad de los perfiles, de los lugares, de las geografías, de los índices de referencia… Y no porque no podamos alcanzar su claridad, sino porque los límites que imponen no recogen la fuerza del anonimato 4 ni la riqueza de lo que ocurre, sino todo lo contrario: la despedazan y la ahogan.” (pag 5)
2) Más allá de la trampa de la actividad.
En continuidad con lo anterior, la cultura no sólo define un espacio de visibilidad, sino que se propone como un estado de permanente actividad. En los últimos años, la primacía del producto o de la obra ha dejado paso a la atención a los procesos, ya  sean  educativos  o  creativos.  Pero  la  actividad  sigue  rigiendo  el  sentido  de  toda  propuesta cultural. Programar, convocar, encontrarse, exponer, publicar, comunicarse… Lo importante es no parar, poder justificar una permanente actividad. De la misma manera que los currícula no admiten tiempos  vacíos,  también  para  la  vida  cultural  cualquier  periodo  de  “inactividad”  es  un  punto  en contra.  La  actividad  se  convierte  así  en  una  trampa  en  la  que  sigue  imperando  el  ritmo  de  la productividad. ¿Qué se hace cuando no se está activo? ¿Qué ocurre cuando “no se hace nada”?
Es necesario ir más allá del dictado de la actividad, hacia un concepto más amplio de acción que incluya la inactividad, los tiempos muertos, los impasses, los desvíos, los errores, el cansancio, la desorientación,  la  necesidad  de  volver  a  pensarlo  todo.  Y  no  sólo  para  evitar  el  rápido agotamiento al que es sometida hoy cualquier propuesta cultural, creativa o académica, sino sobre todo porque en la trampa de la actividad lo que es sacrificado es el tiempo y el espacio para la pregunta por el sentido. ¿Por qué hacer algo? ¿Para quién? ¿Con qué idea? Estas preguntas se escamotean hoy en el apartado de “objetivos” de cualquier proyecto. Pero ¿realmente nos damos el  tiempo  y  las  condiciones  para  pensarlas  a  fondo  y  para  atravesar  las  crisis  que  abren  en nuestros  propósitos  y  en  nuestros  contextos?  No  poder  hacerlo  condena  la  creación  a  un activismo  sin  sentido  en  el  que  las  ideas  no  pesan  nada  ni  dejan  ningún  rastro.  Sólo  circulan, flotando en la insignificancia, para hacer viable el consumo continuo de proyectos.  Experimentar y compartir  el  sentido  de  una  idea,  exponerse  a  su  fracaso  o  atreverse  a  hacerla  funcionar  sin controlar sus consecuencias, es hoy una labor de resistencia.  (Garcés, abrir los posibles,6)