Mejía, F. (2012). Nación TV: La novela de Televisa [Versión para lector digital]. Grijalbo
Pimstein. Las dobles eran un desplante de Televisa: podemos hacer de cualquiera una estrella, una celebridad, una notoriedad. Lo que la gente nota es siempre fugaz. Y, en la fugacidad, todas son sustituibles, como las empleadas de una maquiladora de autos, computadoras, microchips. Para
Para la televisión mexicana Gloria Trevi era un teatralización de las libertades que abominaba: la de expresión y la sexual. Era su salida ante una época que exigía que se ampliaran los límites de la famosa “filosofía Televisa” —unidad familiar, nacional y religiosa— y decidió aceptar que se rompieran sólo los pantalones. Como resultado, Gloria Trevi no fue un ídolo de los jóvenes sino de las niñas. Se veían reflejadas en sus pataletas.
Gloria Treviño, la Trevi, era una creación de Televisa: una chica con el cabello revuelto, la ropa cuidadosamente deshilvanada, que cantaba tirándose al suelo y le quitaba la camisa al primer señor que estuviera contratado para aparecer sorprendido en primera fila. Era la versión de la rebeldía fabricada desde una de las regiones más conservadoras de México, la ciudad de Monterrey, d
Gloria no entendía que era un producto consumible, canjeable, desechable de las televisoras y que, así como la habían hecho crecer en celebridad, también la podían destrozar, aplastar, desaparecer. No tenía idea de que estaba en el juego de encumbrar y, luego, hundir. No sabía que, entre las televisoras, ella no significaba más que un trofeo. No les interesaba si cantaba, si podía conducir un programa, sino sólo el mostrársela al adversario como una pieza de caza. Ella no lo sabía, pero su cabeza disecada ya colgaba arriba de una de las chimeneas. Todavía no se sabía de cuál, si del nuevo Azcárraga o del nuevo Salinas, y pronto se revelaría que ya estaba en una venta de garaje entre Televisa y TV Azteca. Desechada, a remate. Ella creía ser el personaje que le habían fabricado para vender la rebeldía infantil. En lugar de apellidarse Treviño, ella creía ser la Trevi, el nombre que su productor le había asignado pensando en la fuente de Roma donde Anita Edberg se bañó para la lente de Federico Fellini. De nuevo, pensó Emilio Azcárraga Jean, esa confusión entre fama y celebridad, entre historia y desaparición, entre lo profundo y lo superficial, entre poder y caricatura. Bueno, no lo pensó, desde sus estudios de marketing. Sólo lo intuyó.
Con base en una serie de entrevistas a una ex esposa de Sergio Andrade, TV Azteca mandó escribir un libro contra Gloria Trevi en el que se detallaban violaciones sexuales, malos tratos, golpizas y se configuraban delitos dentro del harén de jovencitas que querían ser célebres: estupro —Gloria Trevi dijo sobre eso: “Lo que debería ser un delito es el estupor”—, privación ilegal de la libertad, lesiones, tráfico de menores. El
La telenovela de la orca había conducido a un enfrentamiento entre Valentín Pimstein y la productora, Pinkye Morris. En el Manual del Departamento de Recursos Literarios de Televisa se leía:
El melodrama parte de una anécdota que debe estar situada en la línea amorosa. La línea amorosa no debe ser nunca opacada por subtramas de conflictos sociales o políticos o morales. Los personajes no deben ser realistas; son esencias: ricos y pobres; malos y buenos.
[…] Toda telenovela debe seguir el siguiente esquema:
A y B se aman
C ama a A
D ama a B
C odia a B
D odia a
A C y D se unen contra A y B.
—¿Y la ballena? —soltó Pimstein en su oficina del cuarto piso de Televisa San Ángel—. ¿Ésa a quien odia? Come como un regimiento y no habla.
—Es una orca —reiteraba Pinkye Morris—. ¿Qué quiere que hagamos?
—Por mí, mátenla.
Y así fue que surgió “la subtrama social”: la mafia tratando de asesinar a la ballena. Las telenovelas se decidían con la fórmula que Pimstein había inventado: “lo más barato, lo más simple, lo más rápido”. Su credo era el siguiente:
—La trama la debe entender hasta mi sirvienta. Las tramas de las series gringas son para blancos. Nosotros hacemos telenovelas para los indios.
Unos años antes, se había decidido asesinar a la protagonista de Vanessa, Lucía Méndez, porque tenía problemas amorosos con Emilio Azcárraga y no llegaba a los llamados. El desenlace fue sorpresivo y se especuló si Pimstein había decidido cambiar sus fórmulas de finales felices. Nunca más fiel a su prisa por hacer dinero fácil —“mátenla”—, Pimstein era implacable. En el último capítulo de Vanessa, simplemente mató al personaje que interpretaba Lucía Méndez. Así se resolvían las indisciplinas de los actores. Su personaje moría, viniera o no al caso en la trama. (pag 126)
Había apostado con los millones, con los proyectos, con las promesas, siempre disfrazadas de caras bonitas, cuerpos implantados, minifaldas y escotes. Pero, al final, había hecho una imagen del México imposible donde los pobres que vivían en botes de basura eran simpáticos; las cantantes sin voz eran exitosas; el pase en el área chica, una epopeya sólo en los labios de los comentaristas; los concursos, un drama actuado, porque todo mundo sabía que, en el fondo, estaban arreglados; la apariencia, algo más importante que el paso del tiempo. Había hecho de la mentira una actuación de millones de espectadores. Eso era él, ya habiendo desechado sus millones, sus yates, sus mujeres, sus arrebatos. Un mago de la mentira. Una mentira barata. Una mentira única porque así siempre lo había querido: una televisión sin competencia. Sólida, unívoca, alineada, leal al capricho en turno. Así se le recordaría. (pag 221)
Estaba fechado un 26 de marzo de 1948. Veinte años antes de que él mismo naciera. Era en el diario Excélsior e invitaba a descubrir el nuevo invento de la televisión:
TELEVISIÓN EN MÉXICO
XEW tiene el gusto de presentar todos los días, de las 18 a las 22 horas en el vestíbulo interior del CINE ALAMEDA, el funcionamiento de LA TELEVISIÓN.
Esta interesante exhibición del notable invento está instalada con los primeros aparatos construidos en México por el ingeniero Guillermo González Camarena, jefe de operaciones de XEW. Todas las personas que asistan al ALAMEDA en estos días tendrán la oportunidad de ver sus propias imágenes en la pantalla de la televisión.
Más de 50 mil personas pasaron delante de la cámara de televisión y pudieron ver sus rostros y cuerpos proyectados en las cinco pantallas en el vestíbulo del cine Alameda, en la calle José María Marroquí. Se movían, saludaban, eran otros y, a la vez, ellos mismos: uno mismo televisado. ¿Qué dejamos cuando somos televisados? ¿Somos otros? ¿Somos los mismos actuando que estamos siendo televisados? Nunca sabremos. Los 50 mil mexicanos de 1948 descubrían así que todo tenía otro, que dentro de nosotros había alguien más, un ser televisable, que no se comportaba como el yo de todos los días, que era otro, único, frente a la cámara de televisión. Todo gracias a lo que algún día sería Televisa. El cine Alameda era del terrateniente gringo William Jenkins, dueño de la mayor cadena de salas; las cámaras eran propiedad del abuelo, Emilio Azcárraga Vidaurreta, patrón de la radio en XEW (pag 328)